Rafael Argullol, Blade Runner

deep thunder rolled around their shores,
burning with the fires of Orc”
Roy Batty
A pesar de que la nueva “versión final” de Blade Runner no aporta grandes novedades respecto al Director’s Cut de principios de los noventa, merece la pena verla sólo por el nuevo tratamiento de la imagen. Dotar de tal exhuberancia cromática a una película que se caracteriza por su sombría puesta en escena es una jugada arriesgada. Más si se trata como en este caso de una película de virtudes estrictamente cinematográficas: su trama de corte clásico (el detective que empatiza con sus antagonistas) cobra interés por tener lugar en un entorno inusitado. En cualquier caso, una vez más el sucio babilonismo de este Los Angeles de zeitgeist desangelado se clava en nuestra pupila durante las dos horas que nos es revelado.


Blade Runner muestra una sociedad superpoblada donde la abundancia hace tiempo que dejó de ser una bendición y donde las secuelas de la adicción a la adición son palpables. En este “tiempo de los objetos”, la vida discurre entre estratos de desechos y ya no se puede discernir qué es humano y qué es objeto. Esta ambigüedad se extiende a Deckard (que pasa de estar en el business a ser el business) en la versión Director’s Cut de 1993, año en el que la película empieza a contar con el favor del público y la critica, hasta el punto de volverse a estrenar en los cines.
Según se cuenta en el exhaustivo Future Noir: The Making of Blade Runner, Ridley Scott vetó el término androide para que su película no se viese lastrada por la imaginería preconcebida en torno a los robots. Fue la hija del segundo guionista quien propuso replicate, que es como se denomina al proceso de clonación de células. Un término muy acertado para estas réplicas perfectas, que la Corporación Tyrell aspira a fabricar “más humanos que los humanos”.
La incertidumbre que provoca la confusión entre humanos y replicas es uno de los ejes centrales de Blade Runner (cuya nueva versión está disponible en una edición de lujo limitada) y de tantas otras películas de ciencia ficción (Terminator, The Thing, etc). El mimetismo de los replicantes llega a tal extremo que la replicante Rachael cree que es humana y se enamora de un humano. Para diferenciar a los humanos auténticos de los falsos, éstos últimos son expulsados fuera del mundo (Off-World) de los primeros y son condenados a desempeñar tareas inhumanas. Infiltrarse en el mundo de los originales es un delito castigado con la retirada de las falsificaciones.
Lo que se pone de manifiesto en Blade Runner es que el desarrollo a partir de la técnica (Vorsprung durch Technik, el lema de Volkswagen) conlleva un proceso de deshumanización, no en el sentido marxista de anomia, sino porque la perfección en masa pone en peligro la unicidad. Antaño, crear réplicas exactas era arte. Hogaño, las falsificaciones de obras de arte son un grave delito, ya que ponen en peligro la unicidad de éstas. A este temor se añade la humillación que supone constatar que las réplicas, creadas “a imagen y semejanza” de los originales, son más perfectas que sus creadores. La decrepitud de J.F Sebastián es más lacerante aún si en presencia de Pris y Roy, sus juguetes arios.

“We are not computers, Sebastian. We are physical.”
“La llama que brilla con dos veces más fuerza se consume dos veces más rápido. Y tu has brillado tanto, hijo mío”. Con estas palabras explica Tyrell al Nexus-6 el porqué de su mortalidad. La realidad es que los replicantes, como cualquier producto fabricado en serie, tienen fecha de caducidad. El único consuelo mezquino que nos queda en la sociedad postindustrial es saber que nuestras creaciones no nos sobrevivirán. La perfección de los replicantes, que les ha llevado a alcanzar las puertas de la percepción y ver rayos C brillar cerca de las puertas de Tanhauser, se perderá en el tiempo. Como lágrimas en la lluvia.